La violencia vicaria es invisible en Bolivia, tanto para el sistema judicial como para la Ley de Protección a las mujeres, que no la reconoce explícitamente. Esta falta de reconocimiento legal perpetúa el sufrimiento de las víctimas, que enfrentan largos procesos judiciales sin medidas de protección eficaces. Sin embargo, mujeres supervivientes han comenzado a tejer redes de apoyo para visibilizar la violencia vicaria, exigir su tipificación y sanción.
Cuando Edna Guadalupe Pérez Espinoza recorrió los interminables pasillos del Juzgado de Familia de Cochabamba, Bolivia soportó miradas de desdén y escuchó respuestas que sonaban más a burla que a justicia. Pero hoy, se sienta con la tranquilidad de quien logró lo que parecía imposible: el reconocimiento parcial de la violencia vicaria en una sentencia judicial emitida el 13 de febrero de 2023 por la sala de familia, niñez y adolescencia de la ciudad de Cochabamba.
“Fue un proceso larguísimo, desgastante… pero lo logré”, dice, con una mezcla de orgullo y agotamiento en su voz.
Esa frase, tan breve, condensa cuatro años de lucha, de idas y venidas a la Defensoría de la Niñez de la ciudad de Cochabamba y al Servicio Legal Integral Municipal (SLIM), de informes psicológicos y citas judiciales. Un camino que inició a sus 37 años y poco después de separarse del padre de su hijo.
Cuatro años en los que solo pudo ver a su hijo dos horas a la semana, en una sala aséptica del Juzgado de Familia de Cochabamba o alguna sala del Servicio Legal Integral Municipal (SLIM), donde las emociones quedan relegadas a la frialdad de los documentos.
“Solamente dos horas los jueves. Eso es lo que me han dejado”, dice Edna, con la voz cargada de indignación. Cada semana, de 16:00 a 18:00, puede ver a su hijo en un espacio controlado de la Defensoría, improvisado y precario, que apenas ofrece condiciones adecuadas. La alcaldía sigue en construcción, y el lugar se comparte con casos de violencia graves, lo que lo convierte en un entorno pesado y angustiante para ella y su hijo. “No creo que realmente se trabaje en función del interés superior de los niños”, señala.
En Bolivia, la violencia vicaria, una forma de violencia de género donde las y los hijos son utilizados para dañar emocional y psicológicamente a las madres, cobró visibilidad en los últimos años; pero, la legislación boliviana aún no la contempla plenamente, dejando a muchas mujeres y a sus hijos e hijas en vulnerabilidad.
Esta falta de reconocimiento legal genera un vacío en el sistema de justicia que alarga el sufrimiento de las víctimas.
De acuerdo con el Ministerio de Justicia de Bolivia, los casos de violencia familiar han alcanzado los 32,754 reportes en 2022 y 15,712 en lo que va de 2024, aunque no existe un estimado de cuántos menores de edad podrían estar siendo afectados.
En el contexto latinoamericano, la violencia vicaria comenzó a recibir atención legislativa en los últimos años, aunque con un progreso desigual.
México es pionero en esta área, incorporando desde 2022 la violencia vicaria en su legislación en nueve estados. Estas reformas incluyen medidas clave, como la restitución de menores en casos de sustracción por parte de un agresor.
En Argentina, la violencia vicaria se reconoce dentro del marco de la Ley 26.485, de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, aunque no de manera específica. Mientras que en Colombia, el proyecto de Ley Gabriel Esteban busca reconocer, prevenir y sancionar la violencia vicaria, impulsando la creación de los delitos de homicidio vicario y violencia vicaria en el Código Penal.
En este contexto, la magistrada Fabiana Estrada Tena, del Vigésimo Tribunal Colegiado en Materia Administrativa de Ciudad de México, explica que la violencia vicaria “es una manifestación extrema de un sistema de dominación patriarcal que instrumentaliza a los hijos e hijas para controlar y someter a las mujeres”.
Estrada subraya que no se trata de casos aislados, sino de una parte de un “continuo de violencia” que persiste debido a las normas e instituciones que perpetúan estereotipos.
“La violencia vicaria es un mecanismo de control que va más allá de lo físico o psicológico: es una forma de tortura que busca someter a las mujeres a través de sus vínculos familiares más cercanos”, enfatiza por su parte, Carla Romero, representante del Colectivo Mujeres de Fuego, de Bolivia.
Por otra parte, Natalia Lococo, fundadora del Frente Nacional Mujeres de México y madre de cuatro hijos, señala que la violencia vicaria es una extensión de la violencia machista, donde los hijos e hijas se convierten en herramientas de control.
Ella misma es sobreviviente de violencia vicaria. Su experiencia refleja cómo la revictimización institucional se suma a la violencia ejercida por los agresores.
“Es una cadena de agresiones que muchas veces lleva al feminicidio o al infanticidio”, describe Lococo, subrayando la urgencia de incluir este tipo de violencia en el marco legal de protección hacia las mujeres y sus hijos e hijas.
Por otra parte, Romero, quien es representante del Colectivo Mujeres de Fuego en Bolivia, resalta la frustración de las mujeres al enfrentarse con un sistema de justicia ineficiente y desbordado que no reconoce este tipo de violencia.
“Nuestro sistema de justicia es tan burocrático que, en lugar de recibir ayuda, las víctimas son desgastadas. Llegan a nuestro colectivo desesperadas y sin esperanza, conscientes de que la denuncia en instituciones oficiales es un proceso agotador y frustrante”, añade Romero.
Ejemplo de ello es lo que comenta la viceministra de Igualdad de Oportunidades, Nadia Cruz, quien señaló que las fallas en el cumplimiento de la asistencia familiar a veces genera casos de feminicidio e infanticidio. Sin embargo, como argumentan los colectivos defensoras de los derechos de las mujeres, la problemática va más allá de una reforma en los pagos de asistencia familiar y requiere un cambio estructural en el sistema de justicia y una legislación que contemple la violencia vicaria de forma explícita.
Según la psicóloga Claudia Delgadillo, experta en derechos humanos y violencia de género en Bolivia, la violencia vicaria produce graves secuelas en la salud mental de las mujeres y sus hijos. Asegura que las víctimas suelen sufrir de ansiedad, depresión y síntomas de disociación, mientras que las y los hijos cargan con traumas que afectan su desarrollo y, en algunos casos, replican patrones de violencia aprendidos en su entorno.
Hacer visible la violencia vicaria
“Al principio, pensé que era yo. Que mi sensibilidad era exagerada, que estaba afectada emocionalmente por el embarazo. Después de que nació mi hijo, empezó a decir que no servía como madre. Que no sabía cuidarlo bien. Y eso fue socavando mi confianza”, relata Edna Pérez sobre su convivencia con el padre de su hijo.
Soportó violencia durante cuatro años, convencida de que quizás se trataba de un ajuste temporal, de que en algún momento la relación y la estabilidad familiar llegarían. Sin embargo, esa expectativa cambió radicalmente un día, cuando su hijo apenas tenía 11 meses. Su ex pareja le arrebató al niño utilizando un pretexto legal que la tomó por sorpresa. Ella desconocía los detalles específicos del argumento legal que él estaba utilizando, pero convirtió el conflicto de pareja en un litigio inesperado.
“Dijo que yo estaba mentalmente inestable, que era un peligro para el bebé”, recuerda Edna.
El Juzgado de Instrucción Penal y contra la Violencia hacia la Mujer le dio la razón a la expareja de Edna. Cuando ella intentó apelar, ya era demasiado tarde: la custodia provisional había pasado a manos de su agresor, y ella se quedó con unas cuantas horas semanales para ver a su hijo.
“Era como si todo el sistema estuviera en mi contra. Me convertí en la mala madre que decían que era. Nadie se tomó el tiempo de evaluar mi situación psicológica de manera seria. Usaron mis antecedentes de depresión, que se dieron justamente por la violencia que viví, para justificar que no era apta”, recuerda.
Para instituciones como la Defensoría del Pueblo, el Ministerio de Justicia y Transparencia Institucional, el Servicio Plurinacional de la Mujer y de la Despatriarcalización “Ana María Romero” y la Fiscalía General del Estado, la violencia vicaria sigue siendo un concepto difuso, diluido entre las categorías de violencia intrafamiliar o doméstica. No obstante, la psicóloga Claudia Delgadillo explica que este tipo de violencia produce un daño psicológico devastador.
“La violencia vicaria no solo afecta la salud mental de las víctimas, sino que deja cicatrices emocionales profundas, provocando ansiedad, depresión y un constante sentimiento de impotencia que puede perdurar por años”, señaló Delgadillo.
“Te los quitan, te amenazan con que nunca más los verás. Dicen que tú no vales como madre y lo demuestran llevándoselos, separándolos de ti. Y claro, ellos también sufren. Son usados como armas en una guerra que no entienden”, agrega Edna.
Ella comenzó a presentarse reiteradamente a los juzgados, reunió documentación adicional y registró cuidadosamente los episodios de violencia. Después de mucho insistir, consiguió que una psicóloga del Servicio Legal Integral Municipal (SLIM) identificara lo que estaba ocurriendo: violencia vicaria.
“La licenciada Claudia (Delgadillo) del SLIM fue la primera en ponerle nombre a mi dolor”, recuerda Edna. Y esa simple palabra cambió todo. Sus abogados se aferraron a esa definición y la llevaron al juzgado.
“El juez no tenía ni idea de qué era la violencia vicaria”, recuerda Edna, evocando la ardua lucha para que su situación fuera reconocida. “Tuvimos que presentar documentos, estudios de otros países, y explicarle sobre la literatura científica para convencerlo de que esto existía, que no era algo inventado para este caso”, agregó.
“Con el tiempo, el juez tomó en cuenta esos informes psicológicos, las entrevistas y los numerosos episodios que relaté con precisión. Al final, reconoció que lo que estaba ocurriendo era violencia vicaria. Y eso fue un hito”, afirma Edna.
Este reconocimiento, reflejado en la sentencia final del Juzgado de familia y de sentencia penal, representa el primer caso de violencia vicaria oficialmente reconocido en Bolivia, y marca un precedente para tantas madres e hijos que siguen sin ser atendidos.
“Por consiguiente, si bien es cierto que el progenitor goza de las condiciones materiales para el cuidado y protección de su hijo, conforme se pudo evidenciar de la prueba que cursa en antecedentes, el demandante estaría utilizando a su hijo para generar un tipo de violencia en razón de género en contra de la demandada”, concluye literalmente la sentencia judicial, luego que el juez valorara peritajes psicológicos que plantearon que Edna era víctima de violencia vicaria.
“Me sentí muy orgullosa de que todo mi sufrimiento no fuera en vano, porque sabía que este fallo podría ayudar a muchas madres, niños, y niñas en Bolivia”
Pero hay una batalla que aún no ha terminado para Edna.
“La custodia de mi hijo sigue siendo una pelea constante. Me lo han arrebatado, y ahora que sé lo que pasa, duele más”, dice.
“Lo que más me duele es que él ya no me reconoce como su mamá. Me dice ‘profe’ o ‘tía’. Su padre le ha llenado la cabeza con mentiras, con insultos hacia mí. Cuando lo veo, él está confundido, no sabe qué soy. Y sé que esta confusión se agravará a medida que crezca. Eso es lo que más me preocupa”, dice.
Edna también habla de la falta de preparación del personal de las instituciones como las del SLIM y la Fiscalía. De cómo se minimiza la violencia vicaria, de cómo se reduce todo a una disputa de la custodia o simples conflictos de pareja.
“¿Cómo es posible que ni siquiera se haga una evaluación psicológica seria de los padres? Él nunca pasó por ninguna evaluación”, denuncia. “A él (su ex pareja) se le ha permitido seguir con su vida, sin que nadie cuestione su estado mental, sus intenciones, su capacidad de ser un buen padre”, lamenta Edna.
Para Edna, lo ideal sería que la violencia vicaria sea incluida en la Ley 348 contra la Violencia hacia las Mujeres en Bolivia.
“Si logramos que esto se reconozca, será el primer paso para que muchas mujeres puedan luchar por sus hijos. No quiero que más madres pasen por esto. No quiero que más niños crezcan sin sus madres por la voluntad de un sistema que no los entiende”, afirma con convicción.
Edna no tiene certeza de cuándo terminará esta batalla. Pero hay algo que tiene claro: “No voy a rendirme. Voy a seguir luchando, porque esto es más grande que yo. Y si logramos cambiar la ley, habré ganado mucho más que una sentencia”.
Madres sin hijes: la violencia que el Estado no quiere ver
Karla Isabel Barranco se sienta en la pequeña sala del colectivo “Mamás Sororas” en Cochabamba, uno de los principales núcleos de activismo social en Bolivia. Es abogada, activista y coordinadora de esta organización.
“Todo lo encasillan como violencia intrafamiliar o doméstica, pero no es lo mismo”, aclara Barranco. “Ahí está la trampa: la falta de definición de esta violencia invisibiliza su impacto, sus consecuencias devastadoras”, señala.
Ella lo ha vivido personalmente.
Se le humedecen los ojos cuando cuenta su historia. Estaba casada, criando a sus dos hijos, pero su relación se fue deteriorando hasta que hace un año, después de la última bofetada, decidió irse. Se convirtió en madre soltera de la noche a la mañana, con la responsabilidad de mantener el hogar y cuidar a sus hijos de seis y once años.
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“Él empezó a desaparecer. No pasaba la pensión alimenticia, no llamaba, pero cuando decidió iniciar un proceso legal, todo cambió. De repente, estaba allí, pidiendo la custodia de sus hijos, diciendo que yo no era una buena madre porque trabajaba mucho”, cuenta.
“Un día me llamaron del colegio. Él había ido a buscar a los niños, tenía una cita médica falsa y quería llevárselos a Argentina. Fue un milagro que la directora lo supiera y me avisara”, recuerda.
Barranco respira hondo, como si estuviera al borde de una decisión difícil. Luego sigue: “Ese fue el momento más aterrador de mi vida. No sabía si iba a volver a ver a mis hijos”.
El de Barranco no es un caso aislado. En el colectivo “Mamás Sororas” y en otras organizaciones de mujeres, como Mujeres de Fuego, las historias de violencia vicaria se multiplican. Madres que viven con el temor constante de que sus hijos sean arrebatados.
“Padres que de repente se vuelven interesados en la paternidad cuando antes nunca estuvieron presentes, pero no por amor o responsabilidad, sino como una forma de castigo hacia la madre o por querer cumplir con la pensión alimentaria”, ejemplifica Barranco.
“A veces las mujeres preferimos quedarnos calladas, no denunciamos porque sabemos que él va a usar eso en nuestra contra. No queremos darle armas para que nos haga daño”, prosigue.
“Los niños crecen sin entender lo que pasa. Un día están con mamá y de repente los llevan con papá, que aparece como un extraño. Luego, la mamá es mala porque no les deja ver al papá. Los niños se convierten en un campo de batalla”, concluye Barranco con el cansancio reflejado en la voz.
La falta de una definición legal específica para la violencia vicaria en Bolivia deja a las mujeres en un limbo jurídico.
“Nosotras no existimos para el sistema”, dice Carla Romero, del colectivo Mujeres de Fuego.
“Para el sistema, es solo un problema más familiar. No hay un enfoque diferenciado, no hay un reconocimiento de las dinámicas de poder que se juegan detrás de estas situaciones”, añade..
Para Romero, cuando una mujer va a denunciar, los funcionarios judiciales a menudo no comprenden la gravedad del caso.
Los jueces, los fiscales y hasta los abogados minimizan la violencia vicaria porque no encaja en las categorías que se manejan dentro de las normativas contra la violencia de género, coinciden las entrevistadas.
“Para hacer frente adecuadamente a esta forma particular de violencia, es necesario primero nombrarla e identificarla. Traerla a la luz, dado que prevalecen estereotipos que ponen en duda la credibilidad de las mujeres como madres y las revictimizan continuamente”, enfatizó la magistrada mexicana, Fabiana Estrada.
Tejiendo redes
“Mamás Sororas” es un colectivo que surgió ante la indiferencia del sistema boliviano, un refugio para las mujeres que comenzaron a organizarse. Karla Barranco, y las otras integrantes brindan asistencia legal, orientación y, sobre todo, un espacio seguro para que las mujeres puedan contar su historia.
“Tratamos de darles lo que el sistema les niega: escucha y apoyo”, explica Barranco.
A veces, la ayuda es tan simple como un hombro donde llorar. Otras veces es más concreta, como ropa, comida o un lugar donde quedarse cuando la situación se vuelve insostenible.
“Nosotras hemos vivido esto. Sabemos lo que se siente. Por eso, cuando una mujer viene aquí, lo primero que hacemos es escucharla. Le decimos que no está sola. Que su dolor no es exagerado, que no está loca”, dice Barranco.
“Necesitamos que la violencia vicaria sea reconocida por el sistema judicial y que se implementen medidas concretas para proteger a las víctimas. Estamos trabajando en un proyecto de ley,” agrega con una leve sonrisa de esperanza.
Las organizaciones de mujeres en Bolivia como Mujeres de Fuego, Mamis Bolivia y la Casa de la Mujer comenzaron a movilizarse para visibilizar la violencia vicaria y presionar por un cambio en la legislación.
Al preguntarle qué le diría a una mujer que está pasando por lo mismo que ella, Barranco se queda en silencio un momento, como buscando las palabras precisas, y luego responde: “Le diría que no se rinda. Que busque apoyo, que no se quede sola. Porque aunque el sistema no la vea, aunque parezca que todo está en su contra, siempre hay esperanza. Y eso es lo que más necesitamos: esperanza para seguir luchando”.
La lucha de Elsa contra la violencia vicaria en Bolivia
Es la primera semana de julio, Elsa (nombre cambiado) camina con lentitud por la pequeña sala del hospital. Los médicos dicen que su pierna coja necesita cirugía, pero ella apenas sonríe cuando lo menciona.
El 12 de marzo de 2019, Elsa finalmente denunció a su esposo ante la Fiscalía Pública de violencia de género en Bolivia, acusándolo de intento de feminicidio. Después de pasar gran parte de su vida junto a él en España, donde nacieron sus dos hijos, regresaron juntos a Bolivia. Fue allí donde, tras años de abusos, Elsa decidió romper el silencio, temerosa de que el siguiente ataque pudiera ser fatal. Para proteger a sus hijos, los envió de regreso a España, mientras ella permanecía en Bolivia para seguir de cerca el proceso judicial.
Fueron 25 años de relación, con más de dos décadas de violencia que comenzaron con gritos y celos, y que poco a poco se intensificaron hasta volverse físicas.
Cada vez que escucha el timbre del teléfono, cada vez que una llamada se corta abruptamente, siente que su corazón se acelera y su mente regresa a esos días de miedo.
“Me pegó con un bate de béisbol, me jaló del cabello, me tocó tantas veces que perdí la cuenta. Luego me clavó un cuchillo aquí”, dice, tocándose suavemente el costado, “y aquí, y aquí”.
La violencia comenzó a escalar y lo que ella describe como celos pronto se convirtió en episodios de crueldad incomprensible. El primer golpe llegó el día del cumpleaños de su hija, precisamente hace siete años. Un grito, una acusación sin fundamento, y luego, en un abrir y cerrar de ojos, la escena se convirtió en caos. “Me rompieron las gafas. Me quedé casi ciega por un momento. Me caí al suelo, y cuando intenté levantarme, volvió a pegarme.
La voz de Elsa se quiebra por un instante, pero rápidamente se recompone. Se ha acostumbrado a narrar su historia. Su mirada se endurece cuando recuerda las amenazas que aún persisten.
“Me dijo que me iba a dejar coja. Que iba a pasar diez años en la cárcel y luego saldría como si nada. ‘Estamos en Bolivia —me dijo—, aquí pagas y sales’. Y ahora, mírame. Lo que dijo, lo cumplió. Estoy coja”, susurra con una mezcla de enojo y resignación.
Cuando el abuso físico y psicológico ya no era suficiente para su esposo, él decidió herirla en lo que más le importaba: sus hijos. Elsa cuenta que la violencia alcanzó otro nivel cuando empezó a utilizar a los niños como una herramienta de manipulación. La amenazó con llevarse a sus hijos.
“Me decía que los iba a criar su hermana y su madre. Que yo no volvería a verlos jamás”, recuerda Elsa, y su voz se convierte en un hilo delgado, a punto de romperse.
Aislada, lejos de su familia y sin redes de apoyo, Elsa sabía que si él cumplía sus amenazas, se quedaría sin lo único que le daba fuerza para seguir adelante: sus hijos. Fue entonces cuando tomó una decisión que le partió el alma: pedir ayuda al consulado español y mandar a sus hijos a España.
“Tuve que hacerlo. Mis hijos ya no podían vivir con ese miedo. Mi niño mayor me dijo que ya no podía ni dormir. ‘Mamá, vámonos de aquí’, me rogaba. Entonces supe que no podía seguir exponiéndolos a todo esto”, confiesa.
Elsa consiguió que sus hijos fueran acogidos en España bajo la protección del consulado.
“Me dijeron que era lo mejor, que ellos estarían a salvo allá. Yo me quedé aquí para luchar, para hacer justicia, pero no hay un solo día en que no me arrepienta de no estar con ellos”, dice.
Elsa prefirió enviar a sus hijos a España con sus familiares antes que arriesgarse a que su exesposo los retenga en Bolivia y se los arrebate. “Tuve que hacerlo. Si yo me iba y dejaba el proceso, él iba a salir libre. Yo no podía permitir que otra mujer pase por lo mismo”, confiesa.
“A veces siento que igual me los quitó. Él sabía que no podía llevarme a mis hijos y seguir con el proceso judicial. Me puso a elegir entre ellos y la justicia, y aunque nunca he dejado de pensar en ellos, aquí sigo, luchando para que todo esto no quede impune”, finaliza.
Las denuncias que empezaron el 2019 pasaron de un escritorio a otro, de juez en juez, sin ningún avance significativo. Los abogados de su esposo argumentaron que las pruebas no eran concluyentes. Que los cortes no fueron producidos por un cuchillo, sino por pellizcos. Que las marcas en su cuerpo no se corresponden con la brutalidad que ella describe.
“Me siento impotente, como si mis palabras no tuvieran peso”, dice.
En su lucha, Elsa encontró un refugio inesperado: Mujeres de Fuego. Allí, descubrió que no estaba sola.
“Creía que solo me pasaba a mí. Cuando te golpean una y otra vez, sientes que te lo mereces, que algo hiciste mal. Pero estas mujeres me ayudaron a entender que yo no soy culpable. Me dieron fuerza para seguir luchando”, asegura.
A través de la terapia y el acompañamiento legal, Elsa comenzó a reconstruir su vida, pero la sombra de su agresor sigue presente.
“Hace poco, recibiendo una llamada desde la cárcel. Su voz… me heló la sangre. Me dijo que cuando salga, me va a encontrar. Que va a cumplir su palabra. ¿Cómo puede seguir haciéndome daño desde allí?” se pregunta.
Sabe que la justicia, tal como está, no le dará la protección que necesita.
El estudio titulado “En mis zapatos”, realizado por el Instituto de Investigaciones en Ciencias del Comportamiento de la Universidad Católica Boliviana (UCB) y la Misión Internacional de Justicia (IJM), revela cifras sobre la violencia hacia las mujeres en Bolivia. Aplicado en los municipios de La Paz, El Alto, Sucre y Cochabamba, el informe examina 321 expedientes entre 2018 y 2021, evidenciando que el 58,9% de los casos de violencia fueron rechazados por el sistema judicial, mientras que el 30% no recibió respuesta alguna. Solo el 2,49% de los casos logró obtener sentencias ejecutoriadas o firmes en los casos relacionados a la violencia sexual y física contra niños, niñas, adolescentes y mujeres.
A pesar de la extensa normativa vigente, los resultados muestran un alarmante rezago en el avance de los procesos judiciales, lo que impide que muchas mujeres accedan a justicia pronta y efectiva. El informe destaca, además, que este rezago persiste a lo largo de todo el proceso, desde la denuncia hasta la obtención de sentencias definitivas.
La violencia vicaria y sus efectos en la salud mental
Elsa ha pasado por numerosas sesiones de terapia. “Quería morir”, confiesa. “Sentía que no había salida. Pero luego pensé en mis hijos, en quién los cuidaría. Nadie puede quererlos como yo”.
“Las mujeres víctimas de violencia vicaria experimentan una profunda desvalorización y cuestionamiento de sí mismas. La constante crítica y manipulación las lleva a asumir la narrativa del agresor, alineándose y sintiéndose incapaces de retomar el control de sus vidas”, explica la psicóloga Claudia Delgadillo, especialista en violencia de género y quien conoció de cerca el caso de Edna.
Para Delgadillo, la falta de profesionalización y el desconocimiento sobre la violencia vicaria entre los psicólogos y el personal judicial dificultan que las mujeres reciban el apoyo necesario, perpetuando así el ciclo de violencia y desamparo en el que se encuentran.
“Solo quiero justicia —repite con determinación—. No quiero que otra mujer pase por esto. No quiero que mis hijos crezcan con miedo. Quiero que se haga justicia, para mí y para ellos”, dice Elsa.
En la soledad de su casa Elsa sigue revisando los documentos judiciales. Cada página refleja una historia de lucha y frustración: denuncias presentadas en marzo de 2019 y agosto del mismo año por el delito de intento de feminicidio, pero que aún no han avanzado.
El caso está a cargo del Juzgado de Sentencia Penal, Anticorrupción y contra la Violencia hacia las Mujeres, donde las audiencias, que deberían ser clave para su defensa, han sido constantemente retrasadas. Las pruebas, que en su mayoría consisten en informes del SLIM, los informes psicológicos, los informes que constatan violencia física del Instituto de Investigación Forense (IDIF) parecen desvanecerse en el laberinto judicial.
Elsa ha golpeado puertas una y otra vez, pero las respuestas siguen siendo vagas y tardías, un ciclo de espera interminable. Mientras tanto, sus hijos, alejados a miles de kilómetros, siguen creciendo en la distancia, ajenos a la batalla que su madre libra por su derecho a ser escuchada.
“La justicia no debería ser un privilegio; debería ser un derecho para todas,” repite Elsa, casi como un mantra, en su incansable esfuerzo por obtener justicia tras su denuncia por intento de feminicidio y como sobreviviente de violencia vicaria.
Texto: Rocío Corrales
Ilustraciones: Nancy Lucía Valdivia Palacios
Este contenido busca transformar la cobertura mediática sobre las violencias en América Latinas y es parte de #CambiaLaHistoria, un proyecto de Alharaca @alharacasv y la DW Akademie @dwakademie.AL.